jueves, 10 de agosto de 2017

SIN MIEDO


Llegó el día en el que entendió lo que era el miedo. Surgió de un escalofrío que le quemaba por dentro. Escocía. Se trataba de un nuevo objeto, muy feo, horrible, que la vida le había regalado y que no sabía qué hacer con él ni dónde colocarlo. Se sentía en medio de un paisaje árido en el que amenazaba tormenta. Su imaginación volaba y no podía ni vencerla ni avanzar. Debía echar a correr pero el plomo había bañado su cuerpo, mareado de girar sobre unos pensamientos que empezaban a engullirla. Aparecieron en su vocabulario nuevas palabras con las que nunca imaginó que tuviese que hacer malabares en sus conversaciones; algunas las pronunciaba titubeando y otras rascaban como lijas en la garganta. El silencio se había convertido en su lenguaje favorito. El corazón sí lo notaba desbocado pero los pies seguían anudados. El alma arrastraba la estocada de una faena sin indulto propio. Tenía que aprender a dominar a esos monstruos; les engañaría mostrando una valentía inventada y un pánico maquillado del coraje de unos labios con carmín rojo. A menudo, viajaba soñando hasta la orilla del mar y allí, en la arena, esparcía sus temores que desaparecían entre el remolino de las olas. Las lágrimas empezaron a encauzar su camino y nunca asomaban más allá de lo permitido a no ser que la explosión de tristeza le pillase a cobijo, dentro de esas cuatro paredes que le guardaban todos los secretos. La serenidad fue mermando el tamaño de ese gigante, que un buen día le dijo adiós; era demasiado diminuto para luchar contra la testarudez de unas ganas obsesionadas con salir a flote. Mientras daba un portazo de sentencia al pánico sintió un cosquilleo en un pie y a continuación soltó el primer paso sabiéndose libre. Respiró ya sin miedo.

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