Es la segunda mañana que el mismo peregrino acude
frente a la catedral de León y se sitúa en el mismo punto de la plaza y a la
misma hora. No es un peregrino más, al menos lleva dos días por la ciudad y no
se fotografía ante el monumento; en su caso, medita con los ojos cerrados,
las manos unidas y sus piernas cruzadas. Es ajeno a las miradas de los
transeúntes, generosos en recelo ante cualquier asunto o cosa que se salga de
la rutina; de esa rutina lapidaria que les gobierna
y que llega a ser incluso cegadora. Aquí los acontecimientos y las novedades
van a pasitos cortos y disimulados. Algunas personas tuercen el gesto y medio
sonríen dejando constancia de que le toman por loco y de que su actitud les parece hasta sospechosa. Es muy joven y su
apariencia es saludable, limpia, ordenada y serena. A pesar de no existir
petición alguna por parte de este muchacho, que después de una hora continúa con su recogimiento, un
hombre mayor le echa de manera brusca a los pies unas monedas, que ruedan por
la acera repicando hasta chocar con sus zapatos.; le ofende su
presencia y con ese gesto pretende que recoja la limosna y abandone el lugar.
El joven ni siquiera se percata.
Dos chicos adolescentes, que se
dirigen a su primer día en el instituto, observan la escena y le sacan fotos;
se mofan de su aspecto y de su conducta.
Quizá su visita y su abstracción
frente a la catedral nos está queriendo recordar que la imponente belleza de la
piedra, que debido a la costumbre a veces nos pasa inadvertida, se puede
también contemplar con los ojos cerrados, porque un monumento tan excepcional
irradia algo más que estética y pellizca el lado espiritual de los afortunados
que logran sentirlo.
Tras su meditación, se levanta
tranquilo y observa desconcertado las monedas, recoge sus cosas y tímidamente el
dinero. En la cafetería de al lado se expone un cartel en el que se puede leer
“Aquí servimos cafés pendientes”, entra, no pide nada y utilizando la limosna deja
pagados dos cafés a quien los necesite.
Continúa su camino; en su caso, un viaje
que le está llevando a conocer otros lugares naturales y también espacios
ocultos de su alma, en los que necesita indagar para encontrar su verdadero yo
y su auténtica dicha. Persigue una meta física y mental y no se distrae con
nimiedades.
Los adolescentes burlones han
seguido sus pasos y entran en la cafetería; piden los dos cafés pendientes que el
peregrino pagó, los toman y caminan guasones hacia el instituto donde fardan ante sus compañeros de su chiquillada. El profesor, que espera dentro
de clase, escucha la travesura y afea a los chavales su comportamiento al
privar de dos tazas calientes a seres que duermen sobre el frío asfalto. Los
chicos se avergüenzan y piden disculpas.
El profesor, preso de su propio
bochorno, calla y escucha la voz de su conciencia; él fue quien despreció a
aquel peregrino y le trató como a un indigente necesitado de piedad,
regalándole una caridad cargada de menosprecio y nada generosa en consideración.
La compasión entonces la sintió por sí mismo. A la mañana siguiente acudió a la
plaza de la catedral para lavar su remordimiento; entró en la cafetería y dejó
pagado un café pendiente para templar al que lo necesite. A partir de entonces, cada día hizo lo mismo, abonaba un
café y se iba. Le movía la esperanza de que para algún peregrino o mendigo el amanecer fuese al menos reconfortante.