lunes, 31 de octubre de 2016

NEBULOSA

Sigo observando mi trocito de cielo mientras permanezco tumbada sin moverme. Las nubes juguetean hasta desparecer en el horizonte perseguidas en su adiós por una bandada de golondrinas cuyo piar anuncia la llegada del frío. Un frío abrasador me recorre la espalda. Siento mi piel desprotegida contra el suelo. Me llevo la mano a la cintura y toco mi camisa hecha jirones. Mis dedos temblorosos regresan ensangrentados. Marea el silencio. Giro la cabeza y veo borroso, dentro de la nebulosa intuyo el coche volcado. Ahora todo es certeza. Quiero gritar de miedo pero me ahoga el dolor.

lunes, 24 de octubre de 2016

MIRADA DE FANTASÍA

Al otro lado de la ventana percibía una excelente mañana de primavera que invitaba a disfrutar de un paseo por el florido parque. El sol asomaba sin pereza, poderoso. Una agradable brisa actuaba a modo de caricia sobre las hojas del sauce, su favorito. Observó a una mujer de intrigante belleza sentada en un banco leyendo el periódico del día; su elegancia le cautivó y se apresuró a salir de casa. Chasqueó los dedos, enseguida se acercó su perro mostrándole su fiel disposición con lametones en la palma de la mano. Le guiaría una vez más a lo largo de las fantasías que le cegaban.

LA VIDA A DOS VELOCIDADES

Al otro lado de la ventana se mostraba la bofetada de la indigencia. Luis observaba a un hombre maltrecho y sucio que, rozando la ancianidad, arrastraba con colosal esfuerzo las pocas pertenencias que le quedaban, además de una vida roída por la desgracia. Su fracturada pierna izquierda apenas le permitía un corto y silencioso arrastre en su caminar. Le siguió a lo largo de la extensa galería hasta que le perdió de vista. Pensó en lo afortunado que era. Él podía recorrer esa distancia mucho más rápido con su silla de ruedas. 
A pesar del accidente, la velocidad seguía siendo su obsesión.

viernes, 21 de octubre de 2016

jueves, 20 de octubre de 2016

lunes, 17 de octubre de 2016

HOGAR EN LLAMAS


Cuando se prendieron las cortinas de la cocina la humareda se adueñó del patio de la corrala y los vecinos sobresaltados corrieron al primero izquierda. Tiraron la puerta abajo y descubrieron a Pedro quieto, delante de la nevera, aplaudiendo sonriente y emocionado. Forcejearon con él para auxiliarle e intentar extinguir el pequeño incendio. Pedro les gritaba que no lo hicieran. Insistía que desde hacía ocho meses en esa casa no se sentía calor, ni de hogar ni de ningún tipo. Esas cortinas le recordaban al ardor de la pasión, al amor en llamas del que ahora sólo quedaban cenizas, junto a las del funeral de su mujer.

LLENARTE DE NADA


Evita que el frío llegue a tu alma, puedes permitirle que pasee por tu rostro y que pretenda erizar tu piel, pero evita que roce el fondo de tus emociones. Evita callar esas palabras que se atragantan mudas y mueren mientras te ahogan. Evita esquivar la locura, una pizca de ella en tus actos salpimentará tu vida. Evita caer en el vacío que te confunde y te llena cuando te desacostumbras a acariciar, a amar, a desear; es curioso, un vacío que llena y en el que no hay ni un diminuto lugar para los sueños. Curioso y quizá lo más dañino que te puede suceder, llenarte de nada, habitar en un conjunto vacío, mostrarte a través de tu sombra, porque eso provoca con alevosía y crudeza que el frío no solo alcance tu alma sino que consiga hibernar en ella...y en ti.

Reflexión 43

Puedes pasear por la vida a través de sendas infinitas o por caminos que finalmente te abocan a un precipicio. La elección es tuya, tu destino final también.

jueves, 6 de octubre de 2016

CAFÉ DE SEDA

Rubén permaneció quieto tras girar la llave y dar la vuelta al cartel de cerrado que ahora colgaba danzarín sobre la puerta de su bar. Sin más ruido que su respiración, miró a su alrededor y le gustó el desorden que mostraban las mesas, revueltas y llenas de bebidas, algunas consumidas y otras inacabadas y aún humeantes de las anécdotas que se vivieron ese día. Mientras iba recogiendo recordó a algunos de los clientes de esa tarde que se alargó hasta vestirse de noche; y dando rienda suelta a su fantasía, imaginó las historias de cada uno de ellos.

El primero en el que pensó fue en un joven con aire despistado que había vaciado dos cartuchos de tinta con su pluma tatuando dibujos en su libreta; quizás eran bocetos para una nueva exposición. Estuvo dibujando durante casi una hora y media y sólo paraba para liar tabaco y salir a fumar bajo los soportales. Pidió un café y luego una caña que quedó mediada y con la espuma aguada, su inspiración le hacía permanecer enfrascado en sus bosquejos.   

Dos señoras de elegancia desgastada llenaron, mientras apuraban una infusión y un refresco, un cenicero de cerámica rústica de pañuelos de papel, arrugados, llenos de lágrimas y con secuelas de carmín; se habían reencontrado por casualidad tras varios años de distanciamiento y se confesaron sus vidas. Los relatos en ambos casos, eran más agrios que dulces y muy alejados de lo anhelado en su juventud. Se despidieron con un amplio y profundo abrazo en muestra de su cariño mutuo y de la nostalgia que las invadiría por un nuevo reencuentro en el que sentirse comprendidas y escuchadas, y luego regresar a sus hogares con el aliento que produce una amistad sincera.  

Una pandilla de chicas adolescentes llenó con su alboroto parte de la luminosa y sosegada tarde con sus carcajadas y su bullanga. Habían quedado en el bar antes de ir al cine a la sesión de tarde. En esa sesión, por capricho del destino, alguna compartiría fila y la butaca de al lado con quien sería su primer amor. Así conocerían la bendita sensación de las mariposas en el estómago y los pájaros en la cabeza y los posteriores nervios por un segundo encuentro, en ese cine, en el bar o en una esquina cualquiera, que se convertiría de repente en el rincón más bonito de la ciudad y que sería el escenario de un primer beso y hasta de una primera discusión. Estaban exultantes, llenas de vida y contagiaban alegría sin cesar. 

Recogió de una silla un foulard de delicada seda verde; recordó que allí estuvo una bellísima mujer a la que sirvió un café con leche y hielo. Tenía los ojos almendrados, dulces y de color miel, melancólicos pero fantásticos. La mujer apenas levantó la mirada del periódico del día, en cambio, Rubén, apenas pudo apartarla de ella. Se fue sin preguntar siquiera el precio de la consumición; dejó encima de la mesa tres euros y soltó un adiós tan delicado y callado como el propio silencio. Le hubiera gustado agradecerle su visita y volver a escuchar su tímida voz. 

Dejando la imaginación de lado, se puso a colocar las últimas sillas y a apagar parte de las luces del local, se desprendió de su delantal y de repente, mientras se lavaba las manos, sonaron unos golpecitos suaves en la puerta, observó tras el cristal a la mujer del pañuelo. Al instante las mariposas se posaron en su interior y los pájaros trinaban alegres para él. Risueño y nervioso al volver a verla, se apresuró e hizo girar de nuevo la llave, el cartel en cambio, permaneció inmóvil, como evitando distraer o distraerse en un momento tan oportuno. La mujer preguntó por su foulard y él le pidió que pasase para devolvérselo.  

Tras entregárselo salieron juntos del bar, la llave giró por última vez ese día. Rubén se ofreció a acompañarla y caminaron juntos un buen tramo. La noche estaba serena y cálida.

Se llamaba Sofía y llevaba poco tiempo en la ciudad, era del sur y su plaza de funcionaria la llevó, por la arbitrariedad de la vida, a trabajar en el Ayuntamiento de una ciudad del norte, situado al lado del bar de Rubén. Le dijo que aún no estaba habituada a las temperaturas más frías de su nueva ciudad, motivo por el cual utilizaba para cubrirse ese pañuelo.  

Durante el paseo, jubiloso, dibujaba con fantasía bocetos de una vida dulce y sin amargor junto a ella. 
Esa noche soñó que el carmín de esa mujer se posaba en su piel, delicada y elegantemente como el vuelo de una mariposa. 

Al día siguiente la llave volvió a virar, el cartel hizo su mejor pirueta para mostrar la palabra "abierto" y él esperaba servir al menos un café con leche y hielo. No ocurrió, como tampoco sucedió nada destacable en un día que se agotó con un ritmo cadencioso y soporífero. Los clientes de ese sábado fueron pocos y anodinos. La ciudad estaba en fiestas y su bar se caracterizaba por despachar los cafés del día, los vinos del aperitivo y los refrescos de tarde en las jornadas laborales y laboriosas, pero rara vez la noche pasaba de la puerta. Y esa noche se presentó tan fría como la ilusión no realizada y oscura como el deseo apagado y olvidado. Tras hacer caja y ordenar la vajilla, regresó a su casa.  

Mientras caminaba perezoso observó en un banco un pañuelo que estaba atado en un lateral, revoloteaba empujado por la brisa; desde esa distancia aún no distinguía su color, parecía verde, como la esperanza que le nació en ese momento. Se acercaba suplicando que fuese el pañuelo. Efectivamente era de seda y aunque sucio por las pisadas anónimas, ¡era verde!, el corazón empezó a palpitarle. Se sentó y lo observó con más detenimiento para cerciorarse de que fuese el de ella. En una esquina estaba algo rasgado, Rubén lo movía nervioso como el niño que insiste en resolver el cubo de Rubik y finalmente apareció en un lateral zurcido en color marrón el nombre de Sofía. 

Lo recogió y se lo llevó para casa. Mientras cenaba lo miraba con devoción y se lo acercaba para olerlo. Sentía el aroma de Sofía llenando su casa como llenó su corazón.

A la mañana siguiente, Rubén descansaba y decidió quemar el tiempo quedando con un amigo para comer. Antes de salir de casa miró al pañuelo y dudó en llevarlo consigo por si por arte de magia en el camino que recorrieron esa noche volvía a coincidir con ella. Pero temió perderlo y pensó que lo más conveniente sería llevarlo el lunes al bar y esperar a que ella le volviese a apetecer un café con leche y hielo, que sería el más cálido que hubiese hecho jamás. 

Nunca un lunes había tenido tanta promesa y nunca un principio de semana había sido tan querido.

Rubén abrió sonriente su bar y lo primero que hizo fue guardar su tesoro, ese foulard que le había atado permanentemente a Sofía. Eligió un cajón de la despensa que contenía recambios de bombillas y cachivaches varios, esos que siempre se conservan pero que nunca se utilizan; lo dobló cuidadosamente y lo envolvió en papel y allí lo dejó. El recuerdo de Sofía le calmaba su espera.

 Apareció de nuevo el chico joven de los bocetos acompañado por un señor de mediana edad, de elegante planta y refinados modales. Escogieron la mesa más apartada y cómoda y sacó su libreta llena de dibujos. Cuando Rubén se acercó para preguntarles qué les apetecía, observó uno de los dibujos que recordaba de aquella tarde, lo vio al acercarse a la mesa para limpiarla y retirar la taza; era una marina en un día de tormenta, se intuía un velero luchando contra las feroces olas que lo invadían todo. Pidieron dos cafés y dos zumos naturales. El joven explicaba con detenimiento cada una de sus obras y el hombre escuchaba y observaba con agrado su trabajo, asentía y seleccionaba gran parte de ellos. Pasaron parte de la mañana en el bar y se despidieron con un apretón de manos. Rubén esperaba que el chico tuviera la oportunidad de mostrar su talento en una exposición que recogiese parte de su trabajo y, en especial, esa marina huracanada llena de rabia y de belleza.

Esa misma rabia que le recorría al ver que pasaban las horas y que no aparecía Sofía. En un par ocasiones acudió al cajón que contenía su tesoro, temiendo que hubiese desaparecido.

Las horas fueron campando por el día y el final de la jornada llegó; apenado recogió el local y cerró. Un día más y también, un día menos sin Sofía.

En el camino hacia su casa pensaba que quizá no la volvería a ver y que se tendría que conformar con la compañía de un pañuelo pisoteado que cayó en el olvido.  

También empezó a dudar de que fuese el de Sofía, quizá había dos pañuelos iguales que pertenecían a dos personas distintas, dos Sofías, dos pañuelos y él podía tener el que pertenecía a la mujer equivocada.   

Encontró a su vecino paseando al perro y charlaron amigablemente durante diez minutos, dilataba el momento de subir a casa y encerrarse en su soledad, una soledad diaria y despojada de cualquier resquicio de ilusión y que, esta noche, era más insoportable que de costumbre al venir cargada de tristeza y vacío. 

A la mañana siguiente se prometió no esperar nada. No pensar en Sofía ni en el pañuelo y se impuso el esfuerzo de no volver a abrir ese cajón. Se sentía incluso molesto si alguien le pedía un café con leche y hielo; Rubén quería servírselo tan sólo a ella, se encontraba enfadado como un niño al que sus planes no le salen bien. Atendía con tanta desgana que algunos de sus clientes habituales le preguntaron qué le pasaba y si se encontraba bien. 

Mientras colocaba tazas y platos del lavavajillas observó que se había fundido la luz de una lamparita que tenía situada en una esquina del local, se trataba del rincón más coqueto y se apresuró a sustituirla para que los clientes no notasen la penumbra. Abrió el cajón para buscar el recambio de la bombilla y allí permanecía el foulard. Reemplazó la bombilla y a sus espaldas sintió que se abría la puerta del bar. Se giró para saludar a su nuevo cliente pero no pudo. Era Sofía que estaba incluso más bonita con su cuello desnudo. 

Saludó efusivo con una sonrisa y mudo por la sorpresa. No quiso decirle nada aún del pañuelo, charló con ella un par de minutos y se puso a prepararle un café con leche y hielo, al que le añadió grandes dosis de mimo y cariño.

Colocó la bandeja y fue a buscar el pañuelo. Se acercó a la mesa y le sirvió el café, el hielo y finalmente le entregó el paquete. Sofía le miró extrañada y le preguntó qué era eso. Rubén no quiso desvelar nada, aún temía que no fuese el de ella y le pidió que lo abriese. Sofía al ver el pañuelo exclamó admirada y aliviada; preguntó a Rubén cómo y dónde lo había encontrado y él le explicó lo ocurrido. Mientras tanto el local quedó vacío y se encontraron solos. Sofía, fascinada por la sorpresa no paraba de reír. Rubén le advirtió del roto que tenía y Sofía le quitó importancia al deterioro, no pasaba nada, se podía coser. Rubén añadió “como tu corazón al mío”, ella ruborizada le miró complaciente. Salieron del bar juntos, unidos por un pañuelo y por unos sentimientos tan exquisitos como la seda.