miércoles, 25 de mayo de 2016

CAFÉS PENDIENTES

Es la segunda mañana que el mismo peregrino acude frente a la catedral de León y se sitúa en el mismo punto de la plaza y a la misma hora. No es un peregrino más, al menos lleva dos días por la ciudad y no se fotografía ante el monumento; en su caso, medita con los ojos cerrados, las manos unidas y sus piernas cruzadas. Es ajeno a las miradas de los transeúntes, generosos en recelo ante cualquier asunto o cosa que se salga de la rutina; de esa rutina lapidaria que les gobierna y que llega a ser incluso cegadora. Aquí los acontecimientos y las novedades van a pasitos cortos y disimulados. Algunas personas tuercen el gesto y medio sonríen dejando constancia de que le toman por loco y de que su actitud les parece hasta sospechosa. Es muy joven y su apariencia es saludable, limpia, ordenada y serena. A pesar de no existir petición alguna por parte de este muchacho, que después de una hora continúa con su recogimiento, un hombre mayor le echa de manera brusca a los pies unas monedas, que ruedan por la acera repicando hasta chocar con sus zapatos.; le ofende su presencia y con ese gesto pretende que recoja la limosna y abandone el lugar. El joven ni siquiera se percata.
Dos chicos adolescentes, que se dirigen a su primer día en el instituto, observan la escena y le sacan fotos; se mofan de su aspecto y de su conducta.
Quizá su visita y su abstracción frente a la catedral nos está queriendo recordar que la imponente belleza de la piedra, que debido a la costumbre a veces nos pasa inadvertida, se puede también contemplar con los ojos cerrados, porque un monumento tan excepcional irradia algo más que estética y pellizca el lado espiritual de los afortunados que logran sentirlo.
Tras su meditación, se levanta tranquilo y observa desconcertado las monedas, recoge sus cosas y tímidamente el dinero. En la cafetería de al lado se expone un cartel en el que se puede leer “Aquí servimos cafés pendientes”, entra, no pide nada y utilizando la limosna deja pagados dos cafés a quien los necesite.
Continúa su camino; en su caso, un viaje que le está llevando a conocer otros lugares naturales y también espacios ocultos de su alma, en los que necesita indagar para encontrar su verdadero yo y su auténtica dicha. Persigue una meta física y mental y no se distrae con nimiedades.
Los adolescentes burlones han seguido sus pasos y entran en la cafetería; piden los dos cafés pendientes que el peregrino pagó, los toman y caminan guasones hacia el instituto donde fardan ante sus compañeros de su chiquillada. El profesor, que espera dentro de clase, escucha la travesura y afea a los chavales su comportamiento al privar de dos tazas calientes a seres que duermen sobre el frío asfalto. Los chicos se avergüenzan y piden disculpas.
El profesor, preso de su propio bochorno, calla y escucha la voz de su conciencia; él fue quien despreció a aquel peregrino y le trató como a un indigente necesitado de piedad, regalándole una caridad cargada de menosprecio y nada generosa en consideración. La compasión entonces la sintió por sí mismo. A la mañana siguiente acudió a la plaza de la catedral para lavar su remordimiento; entró en la cafetería y dejó pagado un café pendiente para templar al que lo necesite. A partir de entonces, cada día hizo lo mismo, abonaba un café y se iba. Le movía la esperanza de que para algún peregrino o mendigo el amanecer fuese al menos reconfortante. 

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