jueves, 2 de junio de 2016

AFRODITA

Zina vino al mundo en una pequeña aldea situada a la orilla del río Níger en Mali. Era costumbre entre las mujeres del poblado parir bajo el agua, según la ley de la naturaleza, porque era lo más benévolo para el feto y la cercanía del río lo convertía en su mejor aliado. Su madre la había gestado desconociendo su sexo y el problema que la acompañaba. Llegó en primavera en un bochornoso día de tormenta. Tres mujeres ayudaron en su nacimiento, la abuela, la hermana y la curandera del lugar. A medida que el feto iba asomando su físico, la cara de cada una de ellas insinuaba preocupación y espanto; y es que Zina, nació con su cara desfigurada y le faltaban parte de ambos brazos. Enseguida le sobrevino el llanto, un llanto fuerte y agudo como el dolor que le atravesó a sus padres al conocerla. Durante los primeros meses la madre rechazó a Zina pensando que era un castigo divino, y su padre, preso de confusión, se cobijó en las tareas destinadas exclusivamente a los hombres para mantenerse alejado de su casa y de su maldición, como él lo consideraba, olvidándose también de dar el apoyo necesario a su mujer. Gracias a los únicos cuidados provenientes del cariño de la abuela, la niña y también la madre fueron saliendo adelante. Después de un año, en una mañana de abril, Zina recibió la primera carantoña de las manos de su madre haciéndole saber que la aceptaba y ésta, le correspondió con una sonrisa corta, como le permitía el tamaño de su boca torcida, pero llena de alegría y gratitud. Permanentemente sufría el rechazo total y cruel de la gente de la aldea, que hasta rehuían el cruce con su mirada y cualquier contacto con ella por considerarla un ser endemoniado.
Era una niña triste y temerosa; se sentía aislada de los juegos infantiles y repudiada por los otros niños que se reían de ella y se burlaban de sus malformaciones; no tenía amigos y apenas salía de su choza. Cuando se atrevía a hacerlo, a veces recibía pedradas por parte de algún vecino cobarde, que se escondía para agredirla, provocando que ella agachase su cuerpo para protegerse.   
Cuando Zina contaba con siete años, un grupo de misioneros españoles acudieron al poblado para levantar un colegio donde educar a los niños. Durante los meses que duró la obra convivieron en la aldea y tuvieron tiempo para conocer a todos sus habitantes, a los que también ayudaban en la reparación de sus chozas, en la construcción de pozos de agua potable y atendían sanitariamente a los que podían.
Julio era el misionero que se dedicaría a ser el maestro de la aldea. Cuando empezaron las clases obligó a la familia de Zina a llevarla a la escuela y prometió que cuidaría de ella de manera especial, exigiendo al resto de los niños que la respetaran; no obstante, nunca lo conseguía.
Harto de ver cómo la repudiaban, se le ocurrió una manera estupenda para mostrar que Zina era un ser singular y único. Preparó para el poblado una proyección en la que mostró piezas de arte de otras partes del mundo. Todos atendían fascinados y llenos de curiosidad. Entre las obras, seleccionó la pieza de Afrodita agachada del museo arqueológico de Córdoba, explicándoles que Afrodita era considerada la diosa de la belleza. En ese momento llamó a Zina a su lado y empezó a compararlas. Ambas tenían la cara desfigurada y les faltaban parte de sus antebrazos, además, habitualmente agachaba su cuerpo en una posición similar para esquivar las pedradas.
Todos atónitos pasaron del silencio a un murmullo ensordecedor. Julio les hizo darse cuenta de su disparate al rechazarla de esa forma tan brutal. De repente, su padre se levantó para abrazarla pidiéndole perdón entre sollozos. Poco a poco el resto de los vecinos hicieron lo mismo. El profesor descubrió la belleza oculta de Zina, que con cada abrazo se deshacía en emoción y júbilo. 
En la aldea empezaron a llamar a Zina con el apodo de “bella” y a partir de entonces fue respetada y querida. 
En cualquier persona puede esconderse una diosa que no alcanzamos a ver.

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