Aquel día de verano de 1945 su novia Clara
cumplía veinticinco años, exactamente a las ocho de la tarde, hora en la que nació.
Le preparó una fiesta sorpresa en el jardín. Mientras los invitados esperaban escondidos
entre los árboles, los farolillos danzaban por la brisa del atardecer. El
espumoso champagne reposaba en la nevera.
Destacaba en el césped una enorme tarta de tres
pisos repleta de velas clavadas entre la nata y el chocolate. Alguien alertó “Falta
una, hay veinticuatro”. Sonó al fondo el teléfono. Las manecillas del reloj marcaban
las ocho en punto. La vela olvidada se consumió sin encender.
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