Podemos
vernos reflejados en un espejo, pero también en nuestra propia sombra. Aunque
parece una visión opaca puede desvelar los más profundos sentimientos; y esto
sucede con el reflejo que nos precede mientras paseamos entrelazados y el que se
muestra tímido con nuestros besos. El blanco y negro de la silueta puede
exhibir el color de las sonrisas cómplices que derrochan nuestros
labios; no se ven, pero son tan sinceras y plenas que se intuyen como el
trazo impreciso de un boceto, que por un instante es arte, incluso si no termina
en la realidad de un lienzo. La sombra nos engulle, se apodera de nuestras
sensaciones y devuelve ilusiones escondidas y deseos callados. Brilla a pesar
de su penumbra y grita los silencios del alma. Nuestra sombra es cristalina y
clara como la voz cuando nos susurramos “te quiero” y carece de tinieblas que
nos atormenten. Todo es luz en esa imagen velada que nos duplica. Y es, en esa
opacidad libre de detalles, donde hallamos el amor más puro e íntimo y somos nosotros
sin ser vistos, expuestos al mundo en esencia y ocultos en nimiedad.
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