martes, 27 de marzo de 2018

Tic, tac.

Sólo en los días de descanso, en aquellos en los que le importaba un comino la hora que era, se ponía su reloj de muñeca. Lo miraba con disimulo en algún momento de la jornada, y comprobaba con alegría que la vida se había estancado. Sentía calma. Se imaginaba que dominaba el tiempo y se burlaba del inexistente vuelo de unas manecillas obedientes que seguían la orden de no moverse. Cuando le preguntaban la hora se la inventaba con destreza y le divertía atinar en la diana horaria. Jugaba con los instantes. No le había dado cuerda desde el momento en el que sufrió la pérdida más importante de su vida; porque desde entonces empezó a medir la vida en lágrimas. Pero en los en días de recreo lograba que se detuvieran hasta los recuerdos. Por la noche, a las doce en punto, guardaba el reloj en una cajita y se le volvían a humedecer los ojos con una incipiente lágrima que saltaba desde sus pestañas. Y el tic, tac, tic, tac golpeaba otra vez.

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