Esta mañana
las prisas se ponían en mi contra. El sol asomaba profundo y no podía evitar
que alcanzara mi propia sombra. El día se despertaba con ganas de jugar al
ratón y al gato con mis planes. Ya en la calle,
mi vida
excesivamente desordenada se aromatizaba con el olor a flores recién paridas.
Respiré con intensidad. Esperando el bus que hacía media hora había perdido, ojeé un libro de bolsillo de autoayuda. Repasé las notas a pie de página de mi
presente y sentí que chapoteaba en una total pereza. Casualmente,
observé a una pareja de ancianos sentada en el desgastado banco de al lado.
Eran muy mayores. Él llevaba un bastón y le temblaba la mano todo el rato. Ella
musitaba algo que intuí podía ser una oración o al menos lo parecía. Las
arrugas del rostro del anciano desvelaban un pasado duro; miraba despistado
hacia un niño que correteaba delante de ellos y sus cejas disparadas y
revueltas enmarcaban una mirada de nostalgia que se estancó en sus ojos. Se
inclinó hacia ella y con sus cariñosas manos, que nunca antes temblaron con las
adversidades, le abrochó con acierto un botón de la chaqueta evitando que la
brisa fresca e intensa no le destemplara. Esa intimidad de
alcoba, ese gesto, me reconcilió de repente con el ser humano y con el amor. El
amor. Ella se giró y le devolvió una sonrisa de agradecimiento. Se miraron,
pero lo hicieron como quienes ven por primera vez el mar, con el mismo
hechizo de su primer encuentro. Esa deliciosa mirada consiguió que se pusieran
a trotar los latidos de mi corazón. Cerré definitivamente el libro para
zambullirme en el espectáculo de sentimientos que tenía a mi lado. Pensé
de nuevo en ese gesto y en ese cruce de miradas ya montada en el autobús que me
escupe cada día a las puertas de la oficina. Volví a repasar las notas de
tareas pendientes y esa entrada, la del amor, hacía años que no aparecía,
cometí la locura de borrarla sin reparo alguno. Nadie me había regalado un
ademán como ese en mi vida, ni yo tampoco lo había practicado nunca. No lograba
imaginarme qué sensaciones tendría si hubiese conocido el mar de adulta porque
me bautizaron en agua salada.
Durante el
día, ese gesto de pura entrega y esa mirada de sincero amor me sacudían de vez
en cuando de mis quehaceres. Pensé que, si disfrutaba recordándolo, vivirlo
tendría que ser algo parecido a volar.
De vuelta a
casa, esa misma parada me recibió, esta vez, solitaria. Caminé cabizbaja y pisé
un objeto, era un botón de nácar y de color turquesa; lo recogí y decidí guardarlo
cual amuleto; ahora ya sólo me faltaba encontrar unas manos a las que
abrocharme y una mirada en la que sumergirme hasta un día cualquiera de mi
vejez. Me reconcilié también con la esperanza.
Hay una distancia infinita que nos aleja de nosotros .Me ha encantado tu reflexión poética Gracias
ResponderEliminarGracias a ti, Carlos.
EliminarPreciosa y precisa narrativa,has conseguido q me siente en la misma parada q tú y participar de esa emotiva escena. Gracias
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarGracias a ti, Carmen, por leer.
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