“Ya voy”, le dije a mi madre desde la cocina mientras le preparaba su vaso
de leche teñida con unas gotas de café, que acompañado de galletas era su
merienda favorita. Conté hasta cinco las veces seguidas que me llamó. La demencia
galopante provocaba que nos golpeara con la insistencia en todo lo que hacía o
decía. “¿Quieres azúcar?”, le pregunté en voz alta. No me respondió. Le volví a
preguntar y rebotó el silencio. Tuvo un dulce y solitario adiós, pero la
amargura de no haber llegado a tiempo para estar a su lado me perseguiría por siempre.
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